lunes, 8 de junio de 2015

La escuela creyente y la violencia de género: La opción preferencial por los más vulnerables socialmente (Pro Eduardo Casas, Coordinador General de la Pastoral del Colegio Gabriel Taborin)

La toma de conciencia ciudadana producida por el emergente de las mujeres convertidas en víctimas de la violencia feminicida nos tiene que preocupar socialmente y nos debe llevar a una lectura de fe comprometida con los más vulnerables socialmente. La dignidad humana de cualquier persona es la base inalienable –como derecho y deber básico- para el tratamiento de temas tan complejos y delicados como el que abordamos. Para aquellos que tenemos fe, la dignidad humana tiene, a su vez, un fundamento trascendente que escapa al mero hecho sociológico. La fe cristiana sostiene que nuestra dignidad está sustentada en que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Hay, por lo tanto, un sello divino escondido en la condición humana, una marca indeleble, un "tatuaje" divino en el corazón que nos remite a contemplarnos como un "reflejo" en el espejo de Dios. En la persona, todo lo humano es sagrado. Nuestra fe no sólo sostiene que somos creados a imagen y semejanza divina sino que hasta el mismo Dios se ha hecho hombre, se ha humanado. Jesús es verdaderamente Dios y hombre a la vez. Su divinidad no rechazó nuestra humanidad. Al contrario, la asumió plenamente. Toda persona –para los creyentes cristianos- es, en sí misma, un misterio de dignidad, una creatura hecha a imagen y semejanza de Dios, un valor sagrado inviolable, una memoria viviente de que nuestro Dios se ha hecho humano, compartiendo nuestra suerte, especialmente la de los más vulnerables e indefensos. Él mismo asumió ese destino al morir como un crucificado. La violencia humana es tan vieja como el mundo. Va adquiriendo nuevos y lamentables rostros según los contextos históricos. Jesús, de alguna forma, fue víctima de un engranaje humano perverso que lo llevó a la muerte. Las razones de su condena fueron político-religiosas pero, sin duda, se constituyó en una víctima inocente del mayor maltrato al que una persona haya podido estar sometida. Toda violencia, abuso, explotación, exclusión, maltrato y esclavitud –para cualquier fin- es un hecho humano y social que nos degrada como especie. La escuela creyente forma personas en una concepción integral de vida y valores, contribuyendo a la creación de una conciencia ciudadana crítica. No puede estar al margen de las problemáticas sociales emergentes que nos ponen a todos –personas, familias y escuelas- en situaciones de riesgo e inseguridad jurídica y civil. Educarnos y formarnos es una manera preventiva, que tenemos como sociedad, de aportar concretamente algo para la erradicación de estos flagelos sociales que nos convierten a todos –y a algunos más que a otros- potencialmente en víctimas. No podemos vivir con miedo. La solución está en que todos –cada uno desde su propio lugar de incumbencia personal o profesional- ayuden a crear conciencia, a denunciar, a aportar y construir para que la persona humana nunca sea reducida a la cosificación y al maltrato. Mientras siga ocurriendo esto, tenemos –como sociedad- mucho que trabajar y nosotros, como educadores, mucho que aportar y si somos creyentes, no podemos, de ninguna manera, retirarnos del compromiso humano, social y evangelizador que nos compete. La escuela es custodia de las personas y de la vida en todas sus formas. Cuida al ser humano desde la primera infancia, lo acompaña en su desarrollo de la niñez y la adolescencia, lo sostiene en la juventud y en la adultez. La escuela, caja de resonancia social de todo sin excepción -lo valioso y lo deshonroso- nos tiene que ayudar a ser mejores personas. Sino ocurre esto, la educación fracasa. A la escuela le interesan todas las cuestiones sociales porque le importan las personas y su educabilidad. Todo lo que hace una escuela es para ayudar a dignificar. Educar es potenciar y desarrollar la mayor calidad humana posible que existe en el patrimonio de una sociedad.